Hay términos que se popularizan tanto que terminan perdiendo su peso.

Y el «Síndrome del impostor» es uno de ellos.

Hoy se usa casi como una etiqueta ligera para describir a cualquiera que dude de sí mismo.

Cuando trabajas en psicoterapia y acompañas de cerca los pliegues más íntimos de la vida psíquica, se percibe que detrás de ese sentimiento de impostura no hay sólo una falta de confianza, sino algo mucho más profundo: una herida en la construcción misma del yo.

No se trata solo de autoestima

Es tentador explicar el síndrome del impostor como un problema de baja autoestima: «no creo en mí», «no me siento suficiente», «no valoro mis logros».

Es cierto que esos pensamientos están presentes.

Pero detenerse ahí sería como intentar curar una fractura con una tirita.

Freud ya nos había advertido que el yo eso que creemos ser no es un bloque sólido sino el resultado de una trama compleja de identificaciones, renuncias y conflictos inconscientes.

Cuando alguien vive sus logros como un error o siente que en cualquier momento será «descubierto», no estamos simplemente ante una persona tímida: estamos ante un yo que, en algún punto de su historia, no pudo arraigarse con firmeza en su propio valor.

La raíz infantil del impostor

Winnicott, en su obra sobre el «falso self», aporta una clave fundamental: en muchas personas, el yo que se muestra al mundo no es el yo verdadero, sino una construcción defensiva, adaptada a las expectativas del entorno.

El niño que intuye que su espontaneidad no será bien recibida aprende a ocultarla.

El que percibe que sólo será amado si cumple ciertas expectativas, aprende a actuar.

Con el tiempo, este «self» adaptativo puede volverse tan eficiente que incluso la propia persona lo confunde con su ser real.

Entonces acontece que cuando ese self adaptado alcanza logros un título, un ascenso, un reconocimiento, algo en el fondo protesta: «esto no soy yo», «si supieran cómo soy de verdad, no me querrían, no me admirarían».

Ese es el eco del impostor

Un eco que no se calla con frases motivacionales ni con listas de «afirmaciones positivas».

No es fragilidad: es historia

Klein, en sus estudios sobre el desarrollo emocional temprano, mostró cómo los sentimientos de culpa y de reparación atraviesan la vida psíquica desde sus primeras etapas.

En ese sentido, la vivencia del impostor puede ser también una expresión de una culpa más antigua: la culpa de «haber engañado» a los demás haciéndoles creer que somos mejores de lo que, secretamente, sentimos ser.

Y muchas veces, esa culpa no tiene un correlato racional.

No importa cuántos diplomas, premios o reconocimientos haya: el sentimiento de fondo es de fraude.

La persona siente que debe «pagar» su éxito, casi como si lo hubiera robado.

Siente que está en deuda, que su lugar no le pertenece.

Expectativas ajenas, mandatos internos

Otro aspecto que alimenta el síndrome del impostor es el peso de las expectativas, tanto externas como internalizadas.

Cuando uno crece en un entorno donde ser aceptado depende de cumplir ciertos ideales ser perfecto, ser brillante, ser fuerte, ser siempre correcto, el error o la duda no tienen lugar.

Entonces, aún en la adultez, cada logro es vivido como frágil, como condicionado: «merezco estar aquí mientras no falle», «si cometo un error, todo se derrumba».

No hay un suelo firme, sino una cuerda floja.

Muchos pacientes describen esta experiencia como una especie de doble vida interna: hacia afuera, muestran competencia y solvencia; hacia adentro, sienten que sostienen un equilibrio precario, que están engañando a los demás, y que es sólo cuestión de tiempo hasta que eso se revele.

La cultura del rendimiento y la soledad del impostor

Hoy vivimos en una cultura que celebra el éxito, pero oculta sus costos.

Se premia la eficiencia, la productividad, la imagen de control absoluto.

No hay lugar para mostrar las fisuras, las dudas, los procesos internos que acompañan cualquier logro real.

Es en este clima que el síndrome del impostor encuentra terreno fértil.

Cada uno lucha en soledad contra sus fantasmas, convencido de que es el único que siente miedo, incertidumbre o insuficiencia.

Como si el resto sí perteneciera al mundo de la gente auténtica.

La paradoja es que quienes sienten el síndrome del impostor suelen ser, en muchos casos, las personas más sensibles, más responsables y más comprometidas con su tarea.

¿Qué hacer?

Trabajar sobre el síndrome del impostor no implica simplemente convencerse de que uno vale.

Tampoco alcanza con repetir mantras o acumular logros.

Lo que se necesita es una reestructuración profunda:

Reconocer la historia emocional que dio origen a esa sensación de fraude.

Recuperar el contacto con el self verdadero, ese que existe más allá de los éxitos o fracasos.

Aprender a tolerar la imperfección como parte natural de ser humano.

Y, sobre todo, dejar de medir el propio valor en función del reconocimiento ajeno.

La psicoterapia, cuando se orienta a ese nivel de profundidad, puede ser un espacio privilegiado para esta reconstrucción.

No se trata de curar la sensación de impostura como quien extirpa un síntoma.

Se trata de acompañar el proceso de reencontrarse con uno mismo, con lo que uno es antes y más allá de cualquier logro.

El síndrome del impostor no es una sentencia de por vida.

Es una herida que puede ser comprendida, elaborada, transformada.

No es eliminar toda duda eso sería inhumano, sino de aprender a vivir con ella de otro modo: como una voz que puede escucharse sin ser obedecida, como una señal de que aún queda trabajo interior por hacer, y no como prueba de que uno es un fraude.

Quizás, como escribió Winnicott, el verdadero logro no sea ser perfectos, ni siquiera ser exitosos, sino poder ser auténticos en un mundo que, muchas veces, nos empuja a la adaptación.

Ahí, en ese terreno imperfecto, real, vulnerable, empieza a nacer algo que ningún reconocimiento externo puede otorgarnos: la sensación de que estamos, por fin, habitando nuestra propia vida.