Cuando hablamos de “habilidades sociales”, a veces parece que estuviéramos hablando de un curso de etiqueta emocional.

¿Qué son en realidad? ¿Cómo se adquieren? ¿Y qué pasa con quienes, por alguna razón, no las desarrollaron?

Las habilidades sociales no son solo técnicas para llevarse bien con los demás. No son recetas para agradar ni estrategias para caer simpático. Son, en todo caso, una forma de habitar el vínculo. Una manera de registrar al otro sin disolverse, de presentarse en la escena social.

Hay definiciones técnicas, por supuesto. Desde la psicología cognitivo-conductual, por ejemplo, se las define como «un conjunto de conductas aprendidas que permiten a una persona interactuar eficazmente con los demás» (Caballo, 1993, uno de los principales referentes en el estudio de habilidades sociales desde este enfoque).

Desde una perspectiva más profunda, no podemos pensar las habilidades sociales sin atender al mundo interno del sujeto. A su historia de vínculos. A la manera en que fue visto —o no— por otras personas importantes de su vida.

Las habilidades sociales no se enseñan en serio en ningún lado. Nos hablan de “decir que no sin culpa”, de “mirar a los ojos” o de “poner límites con firmeza”, como si eso se resolviera con una lista.

Esas acciones, que parecen simples, están en realidad atadas a conflictos profundos. A veces, a traumas tempranos, otras veces a modos de protección que nos sirvieron alguna vez para sobrevivir emocionalmente.

Una persona que no puede sostener la mirada tal vez no tenga un problema de timidez. Tal vez esté protegiéndose de una mirada crítica que ya conoce.

Tal vez, en su mundo interno, mirar sea exponerse. Coincido con Winnicott en que las habilidades sociales no son del todo “propias”. Se tejen con el otro, en la relación.

Por eso muchas veces, trabajar habilidades sociales en terapia implica recorrer un camino de reconstrucción.

Revisar qué pasó con esa capacidad de mostrarse, de entrar en la escena sin miedo.

¿Hubo una madre intrusiva? ¿Un padre que humillaba? ¿Una escuela donde mostrarse era sinónimo de quedar herido?

Las heridas sociales se llevan al cuerpo

En el consultorio, las dificultades sociales no siempre llegan nombradas. A veces llegan en forma de “no encajo en ningún grupo”, o “me siento invisible”, o incluso “siento que siempre digo algo fuera de lugar”.

Y muchas veces, también, se presentan como síntomas corporales: transpiración, temblores, taquicardia ante situaciones sociales.

El cuerpo, como señala Wilhelm Reich, es el portador de la historia emocional. La rigidez, el retraimiento, el gesto que se interrumpe: todo eso habla.

El trabajo terapéutico entonces no pasa solo por poner en palabras, sino también por habilitar gestos, respirar distinto, recuperar presencia.

No es «entrenar habilidades» como si fuéramos máquinas de interactuar. Se trata de reparar vínculos, de recuperar confianza básica, de poder estar con otros sin perderse, sin rendirse, sin defenderse todo el tiempo.

La mirada que sostiene

Hay un momento muy importante en todo proceso terapéutico: cuando el paciente puede volver a ser visto, y esta vez no con juicio, sino con sostén.

Ese momento tiene un poder transformador. Eso puede inaugurar una nueva forma de estar en el mundo.

Contardo Calligaris sostenía que la cura pasa por poder hablar de uno mismo sin vergüenza. Poder estar con otros sin sentir que uno está de más.

Poder decir algo sin estar pensando en todo momento si fue demasiado, si fue poco, si fue torpe.

Cuando trabajamos sobre las habilidades sociales, en realidad estamos trabajando sobre algo más hondo: la posibilidad de confiar en que uno tiene lugar.

De que lo que uno dice importa. De que no hace falta ponerse máscaras, ni desaparecer, para ser aceptado.

La falsa habilidad

También existen aquellos que parecen tener demasiada habilidad social. Los que hablan mucho, los que siempre saben qué decir, los que caen bien a todo el mundo.

A veces, eso también es un síntoma. A veces, la habilidad social es un disfraz. Una adaptación extrema. Un mecanismo defensivo.

Lo decía Gabbard (2010): “Las conductas sociales pueden convertirse en formas sofisticadas de evitar el contacto auténtico”.

Hay sujetos que han aprendido a ser encantadores para no ser abandonados. Que han hecho del humor un escudo.

Que están siempre atentos a los demás porque, en el fondo, temen ser rechazados si se muestran tal cual son.

Entonces, el problema no es solo la “falta” de habilidades sociales. También hay que poder leer los excesos, las sobreadaptaciones, lo que se ofrece para agradar a costa de lo propio.

A veces, el trabajo terapéutico no es enseñar a hablar, sino permitir el silencio. No es empujar a la escena, sino acompañar el derecho a correrse.

¿Qué hacemos en terapia?

Desde una clínica psicodinámica, no enseñamos habilidades sociales como quien da un taller de oratoria. Lo que hacemos es crear un espacio donde se puedan revisar los temores y fantasmas que habitan el vínculo con los otros.

Donde el paciente pueda explorar qué le pasa con el rechazo, con la exposición, con el deseo del otro.

A veces hay que trabajar con la culpa de decir que no. O con la angustia que aparece cuando alguien te presta atención.

A veces hay que volver a la infancia, no para quedarse atrapado allí, sino para entender desde cuándo uno se sintió torpe, desubicado, inadecuado.

Y poco a poco, a través del vínculo terapéutico, se van ensayando nuevas formas. Porque la terapia es también una escena social.

Un laboratorio emocional. Un lugar donde se puede probar a ser uno mismo, con todas sus torpezas, y ver que no pasa nada malo. Que no se cae el mundo. Que el otro no desaparece.

Hay algo profundamente liberador en poder estar con otros sin sentirse en peligro. En no vivir cada conversación como un campo minado. En poder entrar a un grupo sin sentir que uno sobra.

Las habilidades sociales, entonces, no son una técnica. Son un síntoma del bienestar psíquico. Una manifestación de que se ha logrado cierta paz con uno mismo, cierto permiso para estar en el mundo sin esconderse.